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Días antes, Noriega le había enviado un telegrama a Paredes felici-
                  tándolo por la “acertada” decisión de renunciar a su candidatura presiden-

                  cial. La respuesta no se hizo esperar y su lectura nos indica claramente que
                  de pronto había surgido mala, malísima sangre entre estos dos militares. Es
                  obvio que Paredes fue engañado. Se le prometió apoyo y quien sabe qué
                  otra cosa para que se jubilara graciosamente de la Guardia Nacional.
                         Sin embargo, una vez fuera de la institución, pensando que todavía
                  mandaba, ordenó un cambio de gabinete. La intención era ubicar a sus alle-
                  gados más leales en los puestos claves de la administración y asegurarse
                  así el apoyo de la maquinaria gubernamental para su entonces inminente
                  campaña presidencial oficialista. Pero fue desdeñosamente ignorado. En-
                  tonces, los viejos y astutos políticos nacionales captaron rápidamente el

                  mensaje. Paredes no era el “hombre”. Y con la misma celeridad con que lo
                  respaldaron lo abandonaron y se dirigieron pacientemente al primer café de
                  la esquina a especular, con avidez y anticipación, quién sería el verdadero
                  escogido de los cuarteles.





                            B. El retrato hablado

                         Eran muchos los que se consideraban “presidenciables”, pero sola-
                  mente uno sería el escogido. Con el propósito de facilitar la tarea de los es-
                  peculadores políticos, el 29 de octubre en una reunión del Estado Mayor
                  presenciada por la periodista Migdalia Fuentes, del diario La Prensa, No-
                  riega describió al que eventualmente sería ungido con el apoyo de las ar-
                  mas. “El próximo presidente”, dijo Noriega con el mudo asentimiento de la
                  plana mayor, “debe ser un gran administrador, un hombre con condiciones
                  de economista, con contactos internacionales para saber que puertas debe
                  tocar en los polos de desarrollo económico del mundo, un hombre sobrio,
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                  joven, sin traumas del pasado”.   No mencionó, acaso por considerarlas ob-
                  vias, las otras características que debería tener el candidato oficial, a saber:
                  una comprobada disposición a adaptarse más a los dictados de la fuerza
                  que a los de la razón, habilidades histriónicas superiores al promedio para
                  mentir y engañar con verosimilitud y una capacidad ilimitada de hacerse el
                  de la vista gorda.


                  1  La Prensa. Octubre 31, 1983, página 14A.
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